Deslicé mi cuerpo en un sillón de cuero bañado en vodka, vestigios de la noche anterior. No recuerdo cómo llegué ahí. Un llamado telefónico inflamó mis oídos. Excusas y palabras vagas rebotaban contra la pared blanca. De pie y escupiendo sarcasmo colgué el auricular. La botella transparente me guiñó un ojo y me tentó. Tomé un vaso, lo llené hasta la mitad. De un sorbo el veneno entró y no fue suficiente. Volqué otra mitad y otra. Supongo que en ese momento entré al paraíso del no recuerdo. Desperté hoy tambaleando por doquier. El vaso estrellado contra el piso y mi desnudez haciéndole frente. La brisa otoñal que entraba por el ventanal acarició mi rostro y enredó mis cabellos. Con las yemas de los dedos me palpé y era yo en su totalidad. Al oído me susurraban un par de pájaros; cañadales erguidos me saludaban y se llevaban números, cuentas, rostros, jadeos, mareos. Corrí la cortina y me asomé al balcón para hacer mío el aire que me haría volver en sí.
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